Hace algún tiempo
terminé la lectura de esta hermosa antología de poesía andaluza, pero sus ecos aún se mantienen. Hermosa, digo, por su bella factura (muy cuidada
edición) y por su contenido. Hubiese querido que fuese más prolongada esta
lectura entrañable que se ha dilatado en curiosas conversaciones, en largos
meandros de recuerdos y en ilustradas referencias de familiares y confianzudas
charlas que han iluminado pasajes lejanos para mí. Puedo decir, por tanto, que
para mí la poesía de la luz ha sido
iluminadora en su estricto sentido. La inspirada y muy lírica introducción de Juan Alarcón, además, despierta los sentidos, invita a disfrutar sin
prejuicios académicos y es capaz de evocar todo un mundo de sensaciones
pulsantes, vitales y urgentes. Este gran trabajo de Isla de Siltolá propone muchos frentes de reflexión. ¿Cómo comentar
este curiosísimo descubrimiento?
Los poetas antologados,
con la condición de estar consagrados con la publicación de alguna obra,
pertenecen a muy diversas generaciones y tienen en común su filiación puertorrealeña:
Eduardo Gener Cuadrado
(1901-1986) , Juan Antonio Campuzano (1906-1982), Luis Pérez Agüera
(1929-2007), Manuel Fernández Vaca (1943), Antonio Hernández (1943), Laureano
Hernández Usero (1944), J. M. Rodríguez Caballero (1954), Matilde Cabello
(1956), Juan José Iglesias Rodríguez (1959), José Manuel Benítez Ariza (1963),
Javier Sánchez Menéndez (1964), Fermín Gámez Hernández (1966), Carlos María
Ruiz de la Rosa (1966) y Rosario Troncoso (1978).
Cabe pensar con esta
antología en la mano si existe un secreto influjo telúrico en algunos lugares
que llegue a manifestarse de algún modo en sus habitantes. ¿Podemos hablar de
una psicología de los pueblos, de un carácter de la tierra? El extraño
hermanamiento que produce sentirse originario de un lugar en comunidad con
otras personas, la curiosa intersección de gustos o inclinaciones que
apreciamos, puede parecer una mera fantasmagoría, pero emociona, se hace ver,
reclama la atención, espolea la curiosidad. Exista o no esa ánima misteriosa que nos infiltra la
tierra, ese inconsciente colectivo parece poner en marcha escondidos mecanismos
más complejos que el superficial gregarismo.
Otra reflexión en el
cauce abierto por la antología de Juan Alarcón: En mi época de juvenil
atrevimiento pensé que todo poema o toda obra de arte se valía por sí misma
para demostrar su excelencia o su calidad, independiente de la biografía de su
autor y de su momento. Después de leer
esta antología y de comentarla en la discreta confianza de la familia más
cercana y de su memoria, descubro grandes poemas junto con detalles escondidos, significativas
coincidencias y condicionantes vitales que los hacen únicos. La situación, la edad, la formación, la
historia, la política, la sociedad, la vecindad, la intrahistoria de cada
pueblo y de cada autor confieren un
valor especialísimo a la obra, un significado invisible para los cuatro
acérrimos críticos que dictan la moda desde la lejanía y sus lectores dóciles.
Detrás de los poetas de la luz,
además de la calidad de su obra, hay historias heroicas, vividas y reales de un
lado y de otro, ignoradas por los juveniles maximalismos y por los esquemas
dictados desde los medios más exitosos; también hay modernos alientos independientes
de las leyes del mercado; independientes de los gurús capitalinos y de sus
ecos. Más que una lectura, para mí ha sido una recontextualización: escuchar las historias de unos o de otros, sus
dificultades, sus obstáculos, las experiencias en la esquina del mapa, en esta
larga época de fronteras ideológicas, lingüísticas, étnicas, tecnológicas,
económicas y, por supuesto, literarias que aún vivimos.
Debo confesar también
que la lectura de esta Poesía de la luz
me ha provocado una honda y dulce envidia: No puede ser de otra manera, lejos
de Puerto Real, una entrañable lectura, reconstruyendo los recuerdos que nunca
podré atesorar verdaderamente. Mi más profundo agradecimiento para Don Juan Alarcón por su reivindicación de la
más importante de las historias, la poesía.